lunes, 22 de octubre de 2007

Cuadernillos de Boliv_ar: Tercera Edición

En esta nueva sección de Boliv_ar publicaremos una serie de artículos de interés general que ayuden a comprender el actual proceso político boliviano.
Comenzaremos con la publicación por entregas de un interesante artículo de Álvaro García Linera, publicado originalmente en la revista mexicana Chiapas (Nº 16, Año 2004), que presenta un muy buen resumen de las luchas populares en Bolivia.


"Que nos maten también ahora a nosotros"
Ésa fue la frase de una señora que con una piedra en la mano corría detrás de una tanqueta en la zona de El Kenko. El gesto es todo un programa de acción, pues muestra cómo es que la muerte ha roto la tolerancia moral de los dominados hacia los dominantes. ¿Qué es lo que ha llevado a esta anciana a convertir el arcaísmo de una piedra en la prolongación de una voluntad social lanzada contra el moderno acero de un tanque artillado?
Por lo general la dominación se asienta en la aceptación de un margen de autoritarismo e imposición que el dominado es capaz de aceptar por parte de las autoridades. Es el margen de legitimidad que tiene el Estado para mantener el monopolio de la coerción. Sin embargo, hay un momento en que este margen de tolerancia se quiebra, en que la plebe ya no está dispuesta a jugar una economía de mansedumbres negociadas, es el momento de la disolución del orden estatal y el contrapoder. Y ese margen de docilidad moral ha sido roto por la muerte. La muerte de vecinos, de niños, ha sido la seña de la inversión del mundo mediante la cual cada familia alteña se ha sentido convocada a poner en riesgo la vida como única manera de ser digno frente a ella. A partir de ese momento, en gesto de heroísmo similar al de esos jóvenes paceños que en febrero arrojaban piedras a oficiales militares que les respondían con balas de fusiles automáticos, se apodera de una población que responderá a cada muerte y herido con un nuevo contingente de vecinos que sacará a la calle su esperanza y hallará en la piedra arrojada la certeza de su derecho a recuperar, por cualquier medio, la propiedad de una riqueza que sabe que le pertenece.
La piedra es entonces aquí la constatación de una victoria moral sobre la muerte, de la sociedad sobre un Estado asesino, del porvenir sobre el conservadurismo de un régimen que se ha dedicado a medir el tamaño de su decadencia por el número de muertos que aún es capaz de provocar en su caída.
Los alteños están en sublevación; es una sublevación con palos, con banderas y piedras que enfrentan a tanques, fusiles automáticos y helicópteros. Militarmente es una masacre; políticamente es la acción más contundente y dramática del fin de una época; históricamente es la más grande señal de soberanía que los más pobres y excluidos de este país dan a una sociedad y para toda una sociedad.
Lo significativo es que este desborde de rebelión y dignidad contra el Estado también se desparramará en los siguientes días por las laderas y cerros de la ciudad de La Paz.
Tercer acto: época revolucionaria
El desarrollo de los acontecimientos muestra que Bolivia está atravesando desde hace tres años una "época revolucionaria" (Marx), entendida como un periodo histórico de vertiginosos cambios políticos, de abruptas modificaciones de la posición y poder de las fuerzas sociales, de reiteradas crisis estatales, de recomposición de las clases, de las identidades colectivas, de sus alianzas y de sus fuerzas políticas. Una época revolucionaria se caracteriza por las reiteradas oleadas de sublevación social, por los flujos y reflujos de insurgencias sociales separadas por relativos periodos de estabilidad pero que a cada paso cuestionan u obligan a modificar, parcial o totalmente, la estructura general de la dominación política, hasta un momento en que tendrá que darse, de una u otra manera, una nueva estructura estatal emergente de una puntual situación revolucionaria en la que el despliegue de la fuerza desnuda dirima, ya sea por la vía de la confrontación abierta (guerra civil o golpe de Estado) o el armisticio duradero (reformas estructurales del sistema político o económico), la calidad y orientación de ese nuevo Estado que regulará la vida política de las personas durante las siguientes décadas.
La época revolucionaria en Bolivia se inició con la "guerra del agua", que permitió reconstituir regionalmente en Cochabamba un tejido plebeyo de indígenas, campesinos, regantes, sindicalistas obreros y clases medias antes excluidas de la toma de decisiones políticas, obligando al Estado a retroceder en sus políticas de privatización y dar paso a la deliberación de la multitud como fuente temporal de poder de decisión. Luego vinieron unos meses de relativa estabilidad, tras la cual se dio la rebelión indígena en el altiplano y el Chapare, trayendo la fuerza de la comunidad como núcleo de poder territorial que comenzó a desplazar a las instituciones del Estado (subprefecturas, puestos policiales, registro civil, partidos), en varias regiones del país. El tercer momento vino en junio y julio de 2001, cuando los aymaras comenzaron a construir formas de militarización comunal de la acción colectiva mediante la formación del Cuartel Indígena de Qalachaca, en la región de Omasuyus, donde más de 40 mil indios de comunidades y ayllus confederados inauguraron la consigna de "guerra civil" que meses después recorrerá el país entero. En junio del siguiente año los indios y trabajadores harán lo que nunca habían hecho en toda su historia electoral: votarán por los propios indios, mostrando hasta qué punto la revolución cognitiva promovida por los movimientos sociales había transformado radicalmente los esquemas mentales de la población empobrecida.
Todo ello desembocó en una crisis de Estado en dos dimensiones. Una crisis de sus estructuras políticas de "corta duración", referidas al modelo neoliberal de los últimos quince años (sistema de partidos como únicos mediadores entre Estado y sociedad, democracia liberal, gobernabilidad pactada, etcétera), y una crisis en sus estructuras de "larga duración", referidas a las características republicanas (Estado monocultural enfrentado a una sociedad multicultural). Hasta qué punto esta crisis estatal había corroído el armazón interno del orden político se verá cuando en febrero de 2003, el principio de mando jerárquico del Estado se derrumbará, llevando a que policías y militares se maten a balazos en la puerta del palacio de gobierno. Con ello, el Estado había dejado de creer en sí mismo, marcando el preludio de la más grande sublevación social de los últimos cien años que se desatará en octubre de 2003 y la aceleración del tiempo político que hace vislumbrar a corto plazo nuevas y mayores conflictividades de las fuerzas sociales en pugna.
La revolución india
Cuando dos mil dirigentes comunales del departamento de La Paz iniciaron su huelga de hambre los primeros días de septiembre pidiendo la libertad del dirigente Huampo, nadie podía sospechar que ello acabaría con la vergonzosa y patética huida de Sánchez de Lozada en un helicóptero. Sin embargo la señal histórica estaba ya dada: se enfrentaban dos civilizaciones, la de la modernidad estatal con su kafkiano sistema jurídico liberal, y la de la comunidad con su "ley del ayllu" que, a los pocos días y por medio de la convocatoria a un bloqueo de caminos, asumirá la demanda de la recuperación de los recursos hidrocarburíferos, pues se trataba de un patrimonio colectivo por el cual los abuelos de los jóvenes aymaras de hoy habían muerto setenta años atrás. El bloqueo de caminos de la CSUTCB (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia) nacerá entonces ya con una clara consigna política: rechazar la decisión gubernamental de vender gas por Chile a Estados Unidos. Se trataba ciertamente de una consigna general, de un "pretexto unificador" (Marx) capaz de articular a diferentes sectores en torno a un tema cuya virtud radicaba en hurgar en la conciencia indígena el fondo histórico colonial de la república (la propiedad territorial), y en la plebe urbana, la memoria nacional popular construida en el siglo XX (la nacionalización de riquezas iniciada en 1938).
Los más receptivos a este llamado de los indígenas del campo serán los indígenas urbanos, los alteños y alteñas, los habitantes de la ciudad más pobre y por tanto la más indígena del país que se acoplará al movimiento con su propio bagaje organizativo.
A las organizaciones sindicales y comunales de los aymaras del campo en bloqueo y rebelión se integrarán los barrios alteños, prolongación urbanizada de la lógica sociopolítica del ayllu, reapropiándose del control de los territorios urbanos.
Por lo general, las comunidades y las juntas de vecinos son sistemas territoriales de identificación y gestión de recursos sociales básicos. No obstante, en condiciones de autorganización política como la de los últimos días, funcionarán como células de una compleja red de poder político territorial que se tejerá entre campo y ciudad. Lo más significativo de todo ello será que el régimen de representación de los sublevados quedará desconcentrado en la propia autorrepresentación de las organizaciones territoriales sublevadas, de modo que, sin responder a un mando único, cada soberano colectivo de tipo territorial acordará a cada momento con los otros soberanos, a modo de múltiples ejércitos locales confederados, la articulación de acciones conjuntas, de apoyos mutuos y de unificación de reivindicaciones comunes. Así, con la declaratoria de paro indefinido por los alteños, el cerco katarista, después de trescientos veintidós años, llegará a la propia ciudad de la mano de otros indígenas, urbanizados hoy, que acabarán por asfixiar al Estado.
La sombra de Katari comenzará a serpentear los barrios y villas alteñas y paceñas, incluida la zona sur, sede de las élites dominantes, donde el tradicional método de lucha indígena campesina, el bloqueo de caminos con piedras, impedirá el tránsito en las propias avenidas de los barrios de las clases adineradas que sólo atinarán a atrincherarse en sus casas.
Los indios estarán entonces en todas partes: bloqueando caminos en el campo, ocupando ciudades, descolgándose por las laderas para pintar de wiphala y dinamita la plaza San Francisco, y desde allí irradiar su convocatoria a otras regiones que, como Cochabamba, Oruro, Potosí y Sucre, se convertirán en centros de nuevos bloqueos y de marchas indígenas hacia las ciudades.
Al final, sobre una predominancia del discurso y la simbología indígenas, miles y miles de aymaras y qheswas de todas las latitudes comenzarán a concentrarse en los pueblos intermedios para establecer las estrategias de bloqueos; en las zonas aledañas al lago, caracterizadas por su mayor organización, formarán nuevos "cuarteles indígenas" (al menos cuatro en total), donde miles de indios en estado de militarización comunal establecerán las directrices del desplazamiento de la autoridad estatal. En muchos casos, los pueblos intermedios sólo serán el tránsito para dirigirse desde allí a las ciudades, en lo que podría considerarse como la autoconvocatoria indígena más numerosa (en términos absolutos y proporcionales) desde la guerra federal de 1899. A modo de infinidad de pequeños ejércitos indígenas armados de palos, piedras y viejos fusiles máuser comenzarán a converger a la ciudad de La Paz , tupiendo el tramado de la mancha urbana con cientos de pequeñas columnas comunales que serán recibidas con alegría y entusiasmo por cada uno de los barrios alteños donde serán alojados por sus hermanos migrantes.
Habían sido convocados a una guerra, y los indios vinieron a ello apoyados sobre una logística indígena que pudo mantener en torno a la ciudad de La Paz durante casi una semana campamentos de indios sublevados preparados para la posible confrontación final.
Los indígenas urbano rurales no fueron la única fuerza social puesta en movimiento: también lo hicieron los cooperativistas mineros, obreros fabriles, vecinos, comerciantes y estudiantes mestizos, e inclusive segmentos de las clases medias urbano mestizas. Pero quienes al final pondrán los muertos, la fuerza de masa movilizable, el método de lucha predominante, la forma organizativa y el discurso enmarcador de la sublevación, serán los indígenas.
La comunidad sufriente
Hay ocasiones en que la muerte y el miedo son los puntos infranqueables que detienen una insurgencia social frente a las murallas del gobierno. Por eso el Estado necesita monopolizar la coerción legítima pues ésta, que encarna el posible uso de la violencia y muerte en contra de la sociedad, es la garantía última y final de todo orden político constituido. Sin embargo, hay momentos en que la muerte cataliza el ímpetu de la sublevación, en que la muerte es la seña que permite unificar colectividades distanciadas dando pie a un tipo de hermandad extendida en el dolor y el luto. En ese momento la muerte es derrotada por la vitalidad de una sublevación de voluntades sociales llamada insurrección.
Y es lo que aconteció desde el 20 de septiembre cuando las tropas militares invaden Warisata y matan a seis comunarios. A la muerte de seis indígenas no le sucede el retroceso de los movilizados, sino su expansión y radicalidad. Otras provincias como las de Río Abajo, Ingavi, Muñecas, Inquisivi o Pacajes se sumarán inmediatamente al bloqueo. A su vez, los pobladores de El Alto, muchos de los cuales mantienen doble residencia en la ciudad y en el campo, convocarán a un paro de actividades desde el 8 de octubre, en tanto que un contingente de mineros buscará llegar a la ciudad de La Paz , al pedido de la convocatoria de la COB. La muerte de dos mineros el viernes 10 y de dos vecinos el sábado 11 provocará una convicción social de que el Estado está arrinconando a la sociedad a una situación de peligro de muerte general, y responderán masivamente a tal riesgo. Al día siguiente las calles de El Alto amanecerán surcadas por miles de barricadas de todo tamaño, por zanjas en los caminos vigiladas por juntas de vecinos convertidas en regimientos civiles de cada zona que organizarán, con sus propios recursos y medios, la logística de una sublevación urbana. El Estado había perdido el control político de la ciudad, y el intento de retoma militar entre el día lunes y martes sólo provocará una masacre de más de sesenta muertos, a lo que la población responderá con la insurrección civil. Cada barrio reclutará a sus jóvenes para armarlos de piedras, palos y picotas para hacer frente a los tanques; comunarios de todas las regiones, de las provincias más alejadas de otros departamentos, comenzarán largas caminatas hacia La Paz para defender a quienes consideran sus hermanos que "están siendo masacrados". Pobladores de todas partes, choferes, trabajadores, comerciantes, estudiantes de norte y sur, de las laderas y los barrios de clase media, de las comunidades campesinas y de las villas alejadas se autoconvocarán frente y contra un Estado que había roto la economía de arbitrariedades y exigencias que mantenía soldada la obediencia social al gobierno. Cada barrio y comunidad marchante y bloqueante saldrá en defensa de los pobladores baleados, lo que a su vez dará lugar a nuevos muertos que convocarán a nuevos barrios y al final la sociedad entera estará sublevada contra un Estado cuyo único lenguaje se ha reducido a la muerte y que por tanto ya no tiene razón de ser, a menos que se piense que la muerte es la razón de ser de la sociedad.
Al final, la muerte había unido lo local, lo disperso, pero ante todo, había llevado a la sociedad a desconocer al gobierno, pues éste personificaba un enloquecido corcel de muerte con el que ya no era posible negociar. La muerte había abierto un abismo entre gobierno y sociedad anulando cualquier posibilidad de negociación. Ya no importaba qué ofreciera Sánchez de Lozada, él ya no era moralmente un interlocutor válido para los vecinos y comunarios insurrectos; de súbito la muerte había puesto en primer plano la titularidad del poder, punto de partida para cualquier acuerdo. La multitudinaria marcha del jueves 16 en La Paz y otros departamentos reafirma esta soberanía plebeya de insubordinación radical frente a la autoridad. Desde entonces ya no había gobierno, y por tanto sólo era cuestión de horas la renuncia de Sánchez de Lozada o la irrupción de una desequilibrada guerra civil. La intervención de las clases medias contribuirá al fortalecimiento de la primera opción

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